Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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al despedir al superintendente.
Fouquet tomó la mano del rey y se la besó sin que éste hiciese esfuerzo para retirarla, pero estremecién-
dose de los pies a la cabeza.
Cinco minutos después, D'Artagnan entró en el dormitorio de Luis XIV.
Aramis y Felipe estaban en su cuarto, ojo avizor y oído atento. El rey no dejó que su capitán de mosque-
teros llegase a su sillón. Al verlo, se levantó y salió a su encuentro, diciéndole:
--Que no entre nadie.
--Está bien, Sire --replicó el soldado, que hacía largo rato notó la alteración de la fisonomía del rey. Y
después de haber dado desde la puerta la orden, añadió: --¿Qué novedades ocurren, Sire?
--¿Cuántos hombres tenéis aquí? --dijo el rey, sin responder a la pregunta del gascón.
--¿Para qué, Sire?
--¿Cuántos hombres tenéis aquí? --repitió el soberano dando una patada.
--Tengo al los mosqueteros.
--¿Ninguno más?
--Sí, Sire, además de los mosqueteros, hay en Vaux veinte guardias y trece suizos.
--¿Cuántos hombres se necesitan para...?
--¿Para qué? --preguntó el mosquetero mirando al rey con toda tranquilidad. --Para arrestar al señor Fouquet.
--¡Arrestar al señor Fouquet! --prorrumpió D'Artagnan retrocediendo un paso.
--¿También vos vais a decirme que es imposible? --exclamó Luis XIV con rabia fría y rencorosa.
--Nunca digo que una cosa sea imposible --replicó el gascón mortificado en lo vivo.
--Pues manos a la obra.
D'Artagnan dio medio vuelta y se encaminó al la salida, de la que no le separaban más de seis pasos. Pero
al llegar a la puerta se detuvo y dijo:
--Con perdón, Sire.
--¿Qué hay? --dijo el rey.
--Para proceder al arresto del señor Fouquet, querría que Vuestra Majestad me diese la orden por escrito.
--¿Por qué? ¿desde cuándo no os basta la palabra de un rey? --Porque cuando la palabra de un rey es
hija de la cólera, puede cambiar cuando esta desaparece.
--Nada de frases, caballero, y decid claramente vuestro pensamiento.
--Siempre los tengo, Sire, y muchos, y como por desgracia no los tienen los demás, --replicó imperti-
nentemente el mosquetero.
El rey, en el furor de su arrebato, se plegó ante aquel hombre, como el caballo doblega los corvejones ba-
jo la robusta mano del domador.
--¡Expresadme vuestro pensamiento! --exclamó el rey.
--Ahí va, Sire respondió D'Artagnan. --La señal más evidente de que obráis sugestionado por la cólera,
es que hacéis arrestar a un hombre estando vos en su casa, y de eso os arrepentiréis una vez sosegado. En-
tonces quiero poder mostraros vuestra firma; porque a lo menos, ya que no queda reparación, os probará
que un rey hace mal en encolerizarse.
--¡Qué un rey hace mal en encolerizarse! --gritó Luis XIV con frenesí. --¿Acaso mi padre, mi abuelo
no se encolerizaban, cuerpo de Cristo?
--Si, pero únicamente en su casa.
--En todas partes está en ella el rey.
--¡Bah! esas son palabras de lisonjero, de seguro que es autor de ellas el señor Colbert; pero no son ver-
dad. El rey está en su casa en toda casa de la cual ha lanzado a su dueño.
Luis se mordió los labios.
--¡Cómo! --prosiguió D'Artagnan, --¿el señor Fouquet se arruina para daros gusto y mandáis que lo
arresten? ¡Voto a mil bombas! Sire, si yo me llamase Fouquet, y me hiciesen una jugarreta como esa, de un
golpe me tragaría diez cohetes y les pegaría fuego para que mi casa y cuantos en ella estuviesen dentro,
estallásemos. Pero es igual; ¿lo queréis? voy allá.
--Id --dijo el rey.
--¿Suponéis vos que voy a llevarme conmigo alguno, Sire? Arrestar al señor Fouquet es tan fácil, que un
muchacho lo haría; tan fácil como beberse un vaso de ajenjo. No cuesta más que hacer una mueca.
--¿Y si se defiende?
--¿Quién? ¿Quién? ¿El? ¡Bah! ¡Defenderse él cuando tal rigor lo convierte en rey y mártir! Apuesto que
si le queda un millón, lo cual dudo, lo daría para tener tal fin. Voy allá, Sire. --Aguardaos --dijo el rey.
--¿Qué pasa?
--No hagáis público su arresto.
--Eso ya es más difícil. Porque nada hay tan sencillo como ir a buscarle en medio de las mil personas en-
tusiastas que lo rodean, y decirle que le arresto en nombre del rey. Pero ir al su encuentro, rodearlo, acorra-
larlo en un rincón de su despacho para que no se escape; rotarlo a sus huéspedes, y conservároslo preso, sin
que nadie haya escuchado una de sus exclamaciones, esa es una dificultad real y verdadera, que el diablo
que la venza.


 

 
 

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